Friday, May 2, 2008

Más allá del prodigio


Christine McLean

—Creo que aquella mujer quiere arruinar nuestras vidas, Mercedes.
—Ella sólo necesita un techo hasta que pueda encontrar su propio apartamento.
—¿Cuántas semanas? ¿Cuántos meses? ¡No está tratando de buscarlo!
—Miguel, por favor, mira la calle. No quiero pelear, amor.
—Pues, debes pedir a tu madre que salga de mi casa.
—Miguel… Miguel, ¡la carretera! ¡Miguel! ¡FÍJATE!
Y entonces, el mundo se tornó negro. Un chillido de llantas, y el trueno del metal arrugado. Cuando volvió en sí Miguel, el otro carro había desaparecido. Su esposa que hacía dos años que estaba a lado de él, sangraba de la cabeza, inmóvil. Fue la visión más horrible de su vida. No podía llorar. No podía respirar. Tampoco podía ver el camino. Miró en toda dirección y no pudo ver nada, con la excepción de la arena. El sol estaba en el centro del cielo, y no sabía a cual dirección había llegado. Todo parecía lo mismo. Miguel recordó su teléfono celular en su bolsillo, y lo sacó. No tenía servicio. Trató de llamar una ambulancia, pero no pudo hacerlo sin servicio no podía ayudar a su amor, ni a si mismo. En la pierna izquierda sentía un dolor intolerable, pero pudo caminar un poco. Había un galón de agua en la cajuela del carro. Miguel lo sacó, y dando un beso a su esposa que se hallaba fria, empezó a caminar en dirección de las señales de los neumáticos del coche.
En aquel momento, una ráfaga de viento cegó a Miguel por un minuto. Una tempestad de arena empezó a soplar. Miguel corrió al carro otra vez, ahora con energía para llorar, y cerró la puerta rota, mirando a la mujer amada otra vez. Lloró por mucho tiempo, hasta que se durmió. Horas después, despertó, y miró la cara roja de su mujer, y recordó la experiencia terrible del día. El cielo estaba anocheciendo, y el viento había parado. Salió del coche, y se dió cuenta de que las señales habían desaparecido. No había ninguna esperanza. Empezó otra vez a caminar, pero esperaba en silencio que muriera.
Caminó por muchas horas, y el sol se elevó otra vez. Tenía mucho tiempo para pensar en su vida y en su matrimonio. Pensaba en las últimas palabras entre su esposa y él. La madre de su esposa no era tan mala. El pleito fue tonto e inútil. Quería besarla otra vez y sostenerla entre sus brazos. Había deseado tener una familia y mirar a los niños crecer. Quería envejecer al lado de ella. Pero ahora, todas las esperanzas y sueños se habían muerto. Al fin del primer día de caminar, se acabó el agua. Por la noche hubo luna llena. El mundo de arena brillaba blanco. Se arodilló en el sílice y rezó.
—Señor, ahora no quiero morir. Sólo tengo veintiocho años y quiero vivir mi vida. Quiero ver a mi madre y a mi hermanita. Quiero decirles que les amo mucho. Quiero ver la puesta del sol en mi ciudad.
Miguel se durmió en la arena mientras trabajaban los ángeles. Esa noche, hubo un milagro.

* * * * *

El hombre adolorido se despertó cuando el sol tocó sus ojos. Los abrió, y vió a una mujer joven. Ella llevaba ropas extrañas, como una nativa. Trató de comunicarse con el hombre, pero hablaba un idioma desconocido. Le dió agua a Miguel, la cual, bebió avariciosamente. El tenía mucha sed. Ella lo llevó a un pueblo a un kilometro de distancia.
Al llegar, los habitantes del pueblo miraron a Miguel con terror. Nunca habían visto un hombre blanco en la ciudad. Su ropa, unos kakis y una camisa de Polo, fueron muy diferentes de sus telas de cuero. Miguel estornudó, y los idigenas saltaron de horror. El pueblito no conocía enfermedades. La mujer que lo encontró hablaba con su gente, y ellos le trajeron a Miguel unas comidas raras de su cultura. A él no le importaba. Tenía tanta hambre que habría comido a otro ser humano. La comida estaba deliciosa. Miguel quería dar gracias a la mujer, pero no pudo. Dijo en español, <> Pero nadie le respondió.
Los indigenas dieron a Miguel un lugar para dormir y un jarro de agua, y continuaron sus actividades. Miguel vió a un niño, quizá de nueve años, leyendo un libro.
—¿Un libro? ¿Cómo?
Pensó el hombre, y decidió a tratar de hablar con el niño. Miguel señaló el libro con el dedo.
—Hola. ¿Qué estás leyendo?
Moby Dick. It’s a story about a whale.
Miguel se dió cuenta de que estaba hablando inglés. Sabía un poquito del idioma.
—You speak English? How?
—I saw a man like you in the desert once. He gave me this book, and taught me to read it.
—What is the name of the girl who saved me?
—Lilu.
—And how do I say thank you in your language?
—Alako.
—Alako, boy.
Y Miguel salió para buscar a la mujer. La encontró cocinando para su familia. Le sonrió, y ella también. El empezó a hablar:
—¿Lilu?
Ella reaccionó con la sorpresa. Miguel continuó:
—Alako.
Ella sonrió otra vez, y le respondió en su idioma. Aunque no pudieron entenderse, los dos comprendieron lo que querían decir.
Rejuvenecido y contento, Miguel tuvo la idea que los miembros de la familia probablamente estaban buscándolo. Quería hacer una señal de humo, pero no tenía nada para quemar. Se quitó la ropa, e hizo un montón en la arena. Quedó desnudo, como sus nuevos hermanos. De repente, oyó el sonido de un helicóptero en el cielo. Corrió otra vez a Lilu, con un calcetín. Lo puso en el fuego pequeño y corrió otra vez al montón de ropa. El fuego fue grande, pero murió rápidamente. Él vió que el helicóptero estaba descendiendo, y él sonrió de alegría. En menos de un hora, un grupo de personas llegaba al pueblo para salvar a Miguel. Los indigenas sólo miraban fijamente. Miguel no pudo salir sin decir adios a la gente, especialmente Lilu. Visitó otra vez al niño.
—How do I say goodbye in your language?
—I’ve read about goodbye in this book, but in our language, it is not a word. No one has ever left before.
—What about when your people die?
—We only say see you later.
—And how do I say that?
—Kalo hal.
—Alako, boy. Kalo hal.
Miguel corrió a Lilu, y respirando duramente, dijo adios a ella en su propio idioma. Ella le dió un abrazo al hombre. Otra vez, no necesitaban hablar el mismo idoma para comunicarse. Cada uno rió, lloró, dio abrazos, y se alegraron en el mismo idioma universal. Miguel volvió desnudo al helicóptero, pero no le importaba. Él lloraba de alegría, y dijo <> a dios por su vida. Esa noche, subió a la azotea de su casa y miró la puesta del sol, con la esposa en su carazón.

3 comments:

Kimono said...

Muy buena la propuesta de este blog. Llgueé aquí por el post sobre cine. Te felicito.

El Asesor: Espinosa-Jácome said...

Gracias.

Anonymous said...

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